Vas en el tren de Cercanías. Un trayecto de poco más de treinta minutos a la hora de comer se hace eterno. Para colmo, se te ha olvidado el libro en casa y el mp3 se ha quedado sin batería. Pones toda tu esperanza en encontrar un diario gratuito en el tren, que te sirva para entretenerte en ese rato.
Pero la buena suerte no está contigo hoy, y cuando subes y revisas todo el vagón sin encontrar ningún periódico, te sientas en uno de los asientos de cuatro, esos que están distribuidos de forma enfrentada de dos en dos, lo que a menudo provoca miradas incómodas entre los desconocidos que se sientan ahí e incluso roces de rodillas con ellos.
Cuando te invade el sueño de la hora de la siesta y apoyas la cabeza en la ventanilla para echar una cabezadita, no puedes. Un par de hombres armados con una flauta, un micro y un altavoz chafan tu pequeño descanso. Sin embargo, la canción te resulta agradable, les das unas monedas cuando acaban y te pasas el resto del viaje tarareándola mentalmente. Na, na, naaa…
Por fin, a un par de asientos de ti, una señora deja libre un periódico. Te levantas a por él, sin darte cuenta de que otra persona ya se está abalanzando para cogerlo, y cuando te fijas ya es demasiado tarde y te lo ha quitado.
Vuelves a tu sitio, resignada. La señora de enfrente se ha dormido. La observas y piensas, ¿de dónde vendrá? ¿Cómo se llamará? Le pega llamarse Carmen. O tal vez Elena. Por la ropa que lleva quizás trabaja en una oficina… Repites la operación tres o cuatro veces más con varias personas de tu alrededor, hasta que oyes las palabras mágicas: próxima parada: Atocha.
Te levantas y te preparas en la puerta, dispuesta a poner fin a ese aburridísimo viaje en tren, y justo cuando estás a punto de bajar, alguien deja a tu lado ese periódico que buscabas. Lo coges, y algo más feliz de lo que subiste al tren, te bajas.
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